martes, 23 de septiembre de 2008

Raoul Wallenberg

Las cifras cuando son monstruosas, inabarcables, nos dejan fríos. Quizá hagamos un mohín de disgusto o compasión o simplemente un parpadeo antes de pasar página. Veamos.
Según las estadísticas oficiales la Unión Soviética hizo 2.388.000 prisioneros de guerra alemanes entre 1941 y 1945. Otros 1.097.000 de otros países europeos del Eje. Italianos, rumanos, húngaros y austriacos mayoritariamente y cerca de 600.000 japoneses. En el momento del armisticio la cifra superaba los cuatro millones. Esa cifra no incluye a los civiles que de modo arbitrario, a voluntad de los comisarios políticos, fueron capturados y llevados al Gulag. Sólo en Budapest, por ejemplo, fueron arrestados 75.000 civiles. El ejército soviético conducía a los soldados capturados a los campos a la intemperie, como si fuesen ganado, sin comida y sin medicinas, cuando no eran ejecutados sin más. Allí morían como moscas, de hambre, enfermedad o heridas no curadas. A principios de 1943 la tasa de mortalidad entre los prisioneros de guerra estaba en torno al 60 %.

La contrapartida fueron los más de 5.500.00 ciudadanos soviéticos que en 1945 se hallaban fuera de la URSS. Soldados capturados en campos de prisioneros de guerra nazis, soldados en campos de trabajo esclavo, soldados soviéticos que habían luchado contra el ejército soviético, bajo el mando de Andrei Vlasov. En la conferencia de Yalta se tomó la decisión indigna de obligar a todos los ciudadanos soviéticos a volver a su país. La mayor parte acabaron en el Gulag. Una de las historias más feas de ese periodo fue la orden dada por Churchill de repatriar a más de 20.000 cosacos, con mujeres y niños incluidos, desde Austria. Los británicos los engañaron con estratagemas o les forzaron con bayonetas y golpes a subir a trenes para llevarlos a la URSS. Las mujeres lanzaban a sus hijos desde los puentes y después saltaban ellas. Sabían lo que les esperaba. Esa historia la cuenta Claudio Magris en Conjeturas de un sable.

Son los casos particulares lo que más nos conmueve. Raoul Wallenberg era un diplomático sueco que había salvado a miles de judíos húngaros de ser deportados a los campos nazis. Como Oskar Schindler, se valió de múltiples recursos desde el soborno al chantaje para salvar vidas. Diseñó un pasaporte sueco protector (sin valor para las leyes internacionales), del cual emitió más de 13.000 unidades. Consiguió poner a más de 15.000 personas bajo protección de Suecia en 31 casas. Wallerberg, que procedía de una rica familia sueca, tuvo que entrevistarse con autoridades fascistas y occidentales en el curso de sus negociaciones. Fueron razones suficientes para ser arrestado en Budapest en enero de 1945, junto con su chófer. Ambos desaparecieron en las prisiones soviéticas. Hace algunos años se buscaron pistas para saber qué había sido de él. Se cree que murió en los interrogatorios o que fue ejecutado cuando apenas contaba con 34 años.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Las deportaciones soviéticas

Reciente como está la agresión de la Rusia de Putin a Georgia y la posible anexión de Osetia del Sur y Abjazia conviene recordar qué pasó no hace tanto con esos pueblos del Cáucaso, y de otros limítrofes de Rusia, en la época de Stalin.
Tras la invasión soviética de Polonia, en septiembre de 1939, y posteriormente de los países del este de Europa, Stalin ordenó detenciones masivas de políticos, negociantes, comerciantes, poetas, escritores, campesinos y granjeros ricos, en fin, de cualquiera que las autoridades considerasen susceptible de no querer sovietizarse. Los detenidos eran inmediatamente deportados -entre unos minutos y un día tenían para prepararse-, sin procedimiento legal que lo autorizase. Los llevaban en camiones hasta la estación y luego, hacinados, los hacían subir al tren para un largo viaje. Su destino era o los campos del Gulag o los helados territorios del norte ruso o el desierto del Asia central, donde eran arrojados en el bosque vírgen o en diminutas aldeas. Muchos murieron en el viaje, otros en el destino. El odio de Stalin hacia los chechenos fue particular. Colocados en trenes sellados, fueron privados de agua y de comida en su largo viaje. Hasta 78.000 chechenos pudieron haber muerto en el transporte. Hacia 1949 habían muerto la mitad de los tártaros de Crimea.

Las cifras de deportados son enormes: 428.000 de la Polonia Oriental, más 96.000 prisioneros; 160.000 de los países bálticos; 1.200.000 alemanes soviéticos; 90.000 calmucos; 70.000 karachevos; 390.000 chechenos; 90.000 inghusos; 40.000 balcaros; 180.000 tártaros de Crimea, 9.000 finlandeses, etc.

Los nombres de los pueblos de origen fueron eliminados de los documentos oficiales, hasta de la Gran Enciclopedia Soviética. Las naciones desaparecieron del mapa. Fueron abolidas la República Autónoma de Chechenia-Ingushetia, la Repúclica Autónoma Alemana del Volga, la de Kabardino-Balkaria, la de Karachevo. Crimea pasó a ser una provincia rusa.

El efecto de deportación y guerra fue devastador. por ejemplo, en Estonia, entre 1939 y 1945, la población disminuyó en un 25%. Probablemente el objetivo de Stalin no era terminar con estas naciones enteras, sino desarraigar a sus habitantes, despojarlos de su cultura, convertirlos en mano de obra esclava.

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